Acabada la última página, me he cambiado, puesto una camisa beige clair que nunca antes la había utilizado, los mismos vaqueros de los últimos meses, un saco marrón y una chalina de lana pura. Todo esto con la intención de salir a caminar sobre la nieve gris de Montréal, airearse, como se dice, respirar frío y deshojar cada personaje, prolongar cada personaje de esta obra que me ha samaqueado al punto de concebir la idea loca de cruzarme con Roberto en cara de Pancho o Castillo esta misma tarde de sol doliente.

         Otra vez, Amalfitano, Rosa, Arcimboldi, pero me parecen que aquí son los verdaderos o al menos los primeros que dieron vueltas en la cabeza de Bolaño. Me llevo la sensación que Elisa finalmente es un ser inventado en la imaginería delirante de Padilla. Que finalmente Elisa es la misma enfermedad y que Padilla la crea y se la cuenta a Amalfitano a modo de clave para no sólo morir acompañado sino para despertar un último deseo en Amalfitano: verlo por última vez.

         De repente, Bolaño, sin más, la tramó así. Quizá, también, y es lo más probable, acabo de equivocarme otra vez, como un corriente policía latinoamericano.