
Tal cómo lo concibió Bolaño antes de su muerte en la publicación por separado de 2666, me he permitido leer la primera parte y luego cerrar el libro, darle un descanso (también porque el plazo de devolución a la biblioteca de Mile-End había terminado).
Me imagino a Morini y Norton ancianos en la misma habitación de Turín. Después de muchos años de felicidad, pero por lo mismo, cabalgados en un abrir y cerrar de ojos, recordando entre risas la anécdota equívoca de la silla de ruedas, que ahora la tienen escondida en el sótano o en el guardarropa de él. Norton releyendo Alice Munro y escribiendo en su máquina eléctrica cuentos policiacos de nunca acabar, mientras Morini da una vuelta por il parco del Valentino. A veces cuando recuerdan a sus amigos archimboldianos se llenan de nostalgia, aunque se les pasa rápido, ya no están para esa clase de humores. Se dan un beso de amor y cada quien se dirige a su dormitorio hasta el día siguiente.
Pelletier y Espinoza aún jóvenes (más de espíritu que de cuerpos), de incógnitos por Ciudad de Guatemala y San Salvador, esperando el siguiente número del Hombre Chicle. A medianoche, cuando el sueño no duerme así no más, uno de los dos toma el teléfono, pero no se sabe quién.
Una llamada desde Barcelona agarra mal pardo al Cerdo. Igual contesta. Acuerdan un precio módico. Toma una resolución: lo imposible.
Pero la historia no ha finalizado todavía.